lunes, 20 de agosto de 2012

"Héroes de la cámara"


Acerca de los fotógrafos comprometidos
He tomado un instante para pensar acerca de un episodio crítico de nuestra historia nacional. Supongo que a pesar de que el terror impuesto por el régimen militar en nuestro país parece estar sepultado en el presente, todos tenemos un intervalo de reflexión. Creo que es una actitud habitual en los argentinos.
Desconectada del tiempo, sensaciones encontradas; mis sentidos eludidos de la realidad. Un efecto extraño que logran las fotografías en la conciencia.
Me sentí transportada por unos segundos a esa época con el simple gesto de observar fotos tomadas en ese momento. Imágenes que hablan, relatan, describen; pero al mismo tiempo omiten sentimientos, esconden secretos.
Propietarios de ellas son aquellos que detrás de la cámara no solo seleccionaron estos instantes cargados de sentido, sino que a la vez los trasladaron a sus propias historias de vida; se involucraron en lo que estaba sucediendo. Se trata de los “fotógrafos de prensa” o “reporteros gráficos”, pero cabe aquí una aclaración. No intento hacer referencia a las generalidades que presenta el oficio, por ello considero necesario agregar la palabra  “comprometidos” para calificar y distinguir a dichos profesionales que fotografiaron la dictadura con la finalidad de combatirla y exterminarla, por encima de cualquier propósito individual.
Creo haberlos visto de cerca. De indumentaria sencilla y andar incansable recorrían las calles, confundiéndose entre la gente. Respiraban el mismo aire ciudadano y recogían de la cotidianeidad las experiencias de las masas, con una simplicidad natural que los mantenía en la misma sintonía.
Sus zapatillas de lona gastadas resistían el uso exagerado de largas caminatas. Transitaban cada rincón urbano en búsqueda de un intervalo que les permitiera registrar la historia. Como las damas elegantes lucen en su escote esos collares pesados de los que nunca se desprenden, estos hombres llevaban colgando del cuello nada menos que su cámara. Sin ella nada era posible, era parte de  su ser y no podían concebirse sin su presencia. Sus aspiraciones militantes, su posicionamiento y mirada crítica quedaron expuestas en registros transformadores en el surgimiento de una nueva modalidad de concepción de la fotografía.

El robo de rollos y las fotografías ocultas
La censura era moneda corriente en esos tiempos de terror. La estrategia militar de utilizar a los medios masivos de comunicación por un lado, y de suprimir la libertad de expresión por otro, fue ejercida plenamente durante los años setenta.
Por ello, los medios y el periodismo fue un ámbito donde la represión se hizo presente y pisó fuerte. Días difíciles donde periodistas eran amenazados, diarios clausurados y bombas en las redacciones; se transformaron en parte de la rutina laboral sobre todo para aquellos que no acataban las reglas.
Gran cantidad de trabajadores de prensa fueron desaparecidos. Otros tantos, secuestrados, torturados, asesinados o exiliados.
Los reporteros gráficos formaban parte de ese círculo y además de sufrir las persecuciones, su actividad quedó condicionada cuando el robo de rollos empezó a ser frecuente. Estos riesgos no aplacaron a los memorables fotógrafos, quienes entre el miedo y la agonía, continuaron implicándose en la causa sin importar las limitaciones impuestas por el oficialismo o por los medios para los cuales trabajaban.
Ellos tomaban fotos adicionales a las que le solicitaban sus jefes para distintas coberturas y se encargaban de guardar copias y negativos que no se publicaban. Ese material que tenían en su poder se convirtió luego en la llave que abrió las puertas a un camino nuevo, con perfume a libertad y sabor a unión. 
El enigma de las fotografías ocultas fue la clave  para hallar la orientación en el recorrido oscuro del dolor de un pueblo; la luz que iluminó los ojos de una sociedad cegada por las sombras de la censura. Fue un  huracán de resistencia que destrozó el pánico con una corriente de viento puro y sólido que quedó instalado en la memoria colectiva.
Un desafío para los “héroes de la cámara” estaba cerca.

El desafío
En los 80, tras cinco años consecutivos de la extensión de la dictadura en nuestro país y con Roberto Viola al mando como nuevo presidente, el panorama era distinto.
Los fotógrafos continuaban trabajando con su propósito en un ámbito de crisis que debilitaba al gobierno. A pesar de ello, la represión ya no estaba encubierta sino que se hacía evidente. Las agresiones y golpes estaban presentes en las manifestaciones o en los sucesos de la calle que éstos cubrían.
En las marchas de las madres de plazas de mayo, su presencia era primordial. No solo por la difusión que le dio a esta organización las fotografías, sino que además en ocasiones las “salvaban” con el simple hecho de estar allí, convirtiéndose en destinatarios de los golpes y evitando que las madres fuesen lastimadas.
Paralelamente, surgía “teatro abierto” un movimiento teatral que utilizaba a la cultura como alternativa de oposición a la dictadura.
Con ese telón de fondo, entran en escena los verdaderos protagonistas. Un marco signado por distintos cambios, un escenario donde los reporteros gráficos comprometidos comenzaron a hacer historia.

Charlas de café
Aldo era uno de ellos, y no cualquiera. Se ganaba la vida con voluntad y esfuerzo dedicándose al máximo en cada alternativa de trabajo que se le presentara en distintos medios. En ese entonces, trabajaba en publicidad y como free lance para la agencia Noticias Argentinas.
Siempre cuidadoso y racional, pensó desde el inicio del proceso militar que no era coherente exhibirse. Pero evidentemente sus impulsos y sentimientos lo excedieron por completo. 
Incesablemente exigente con él mismo, buscaba perfeccionarse porque encontraba en la fotografía algo más que un simple quehacer. Se sentía asfixiado, agobiado y presionado por la idea de no poder expresarse libremente en una actividad que ampliamente lo requiere,  para evidenciar en pleno ejercicio los dotes del oficio. El rechazo que tenía por los militares, sumado a la necesidad de resistirse y cambiar la realidad fueron pensamientos que abrumaron su mente días enteros. Debía hacer algo, ya no podía convivir con semejante perturbación. Era el momento indicado.  
En sus charlas habituales con sus colegas más íntimos solía decir de modo exhausto:
 - ¡No soporto más esta situación!. Esa frase predecible y reiterada que los demás ratificaban y coincidían, contribuía a direccionar el tema de conversación  en las reuniones.
El bar porteño  “La Paz” era el punto de encuentro donde Aldo compartía sus reflexiones con Osvaldo , Carlos y Béquer. Diálogos extensos con café de por medio era un momento necesario para que los fotógrafos comentaran sus experiencias.
Un encuentro común, con toda la transparencia y franqueza que pueda caracterizar a una simple reunión de cualquier grupo de amigos. Frecuentaban el bar cuando caía el sol, luego de una extensa jornada laboral. Con pasos silenciosos, se dirigían siempre a la misma mesa, pegada a uno de los ventanales añejos del lugar.
Observaba sus gestos desde otra mesa cercana a la de ellos. Sus rostros serios y compenetrados en lo que decían me impactaban de modo tal que no podía distraer la mirada. Me intrigaba demasiado esa situación y confieso que moría de ganas de oír esas conversaciones. Intuía que había algo trascendente detrás de todo y efectivamente no me equivoqué. Esas meras charlas de café serían el punto de partida para que esos hombres se convirtieran en gestores de un proyecto.

La excusa perfecta
El 14 de septiembre de 1980 se produjo un accidente aéreo que ocasionó la muerte de tres fotógrafos de Crónica: Víctor Hugo Hernández, Alberto Rodríguez y Nemesio Sánchez. La caída del avión en el Río de la plata fue un episodio que conmovió verdaderamente a sus colegas, y rendirles un homenaje era una buena oportunidad para que los fotógrafos comprometidos entraran en acción. Un disparador o quizás una excusa para que la iniciativa se concretara; un momento adecuado para presentar, con todo el respeto que merecía el acontecimiento, una “muestra de denuncia encubierta”.

El plan estratégico y los encuentros clandestinos
-“¿Qué te parece si hacemos una muestra de fotografías en homenaje a los muchachos de Crónica?”, fue la expresión espontánea de Aldo a sus compañeros íntimos de café y como era predecible, en el bar La Paz.
El entusiasmo de Béquer se deducía en su sonrisa al oír semejante propuesta. Las ambiciones que hacía tiempo tenían estos hombres de dar batalla a los monstruos de la censura y el anhelo de emprender realmente esa lucha, se reducía en la idea de su amigo:
 -“Podríamos hacer como la gente de Teatro Abierto y mostrar las fotos que los diarios no publican”.
Llevar adelante la exhibición con las fotos ocultas que aún conservaban presentadas como dedicatoria a sus colegas fallecidos en el accidente, el cual era un motivo adecuado y justificable;  hacía factible la posibilidad de poner el “plan” en marcha.
La idea trascendió las paredes del bar, cuando sus gestores comenzaron a difundirlas en sus respectivos sitios de trabajo. Bécquer fue el encargado de redactar un escrito dirigido a los reporteros gráficos para invitarlos a participar del certamen, en términos de una exposición fotográfica tradicional, sin hacer mención de las auténticas motivaciones.
Al igual que sus “socios comprometidos”, repartió el aviso a sus veintidós compañeros de Clarín, donde él trabajaba, y desafortunadamente no consiguió ninguna adhesión de éstos. Lo mismo le sucedió a Carlos al transmitir la invitación al grupo de cuarenta fotógrafos de la Editorial Abril, de los cuales ninguno participó.
Por otra parte, el gremio de reporteros gráficos (ARGRA), dirigido en ese entonces por Héctor Rago, no le brindó su apoyo. Era absurdo pensar que un sindicato que organizaba muestras de deportes solicitadas por los poderosos generales podría colaborar en esta iniciativa.
A pesar de los obstáculos, la convicción conservó firmes a los protagonistas quienes mantenían las ansias de alcanzar sus expectativas sin importar los riesgos. El boca en boca fue imprescindible para que poco a poco se fueran incorporando nuevos actores.
De esta forma, comenzaron a organizarse las primeras “reuniones secretas”. El lugar más habitual era el estudio que Aldo tenía en su casa, en una zona céntrica de Buenos Aires.
Semana a semana aumentaba la convocatoria. Distintos fotógrafos, algunos más involucrados que otros, se fueron sumando con diversas intenciones: algunos con el interés individual de darse a conocer, de mostrar su trabajo y con la idea de aprovecharlo como una ocasión que le fuera redituable; y otros, con fines políticos, militantes, con el simple propósito de revelarse y resistirse a lo que estaba sucediendo y de abrir los ojos de la sociedad.
Con discreción y en silencio los profesionales participaban de estos encuentros  clandestinos con la mesura de no despertar sospechas a los uniformados, teniendo en cuenta que las reuniones de más de tres personas estaban proscriptas. Por otra parte, el miedo persistía por el riesgo que implicaba tener en sus manos un material tan comprometedor. Más de uno temía que las fotos fueran quemadas en caso de ser descubiertas.
Mientras tanto, el peligro continuaba vigente. Osvaldo , uno de los representantes originarios quien además era jefe de fotografía en “El descamisado”, fue secuestrado quince días después de la primera reunión y tras sobrevivir a las torturas, debió exiliarse.
Pese a ello; Aldo, Carlos, Béquer y compañía continuaron con el plan.

La reunión definitiva
Era una calurosa noche de noviembre. Una brisa de viento cálido de verano soplaba lentamente por las calles porteñas, iluminadas por el brillo resplandeciente de la luna llena que deambulaba en la infinidad del cielo estrellado.
Aldo había iniciado los preparativos desde temprano. Siendo un “hombre de barrio”, su casa era tan sencilla como la de cualquier vecino de clase media. Un hogar común pero muy acogedor, con la particularidad de estar habitualmente organizado al extremo, y sobre todo ante una ocasión especial. La limpieza y el orden relucían en cada habitación.
La mesa ya estaba puesta; en realidad eran dos tablones unidos que, con un mantel encima, daban la sensación de que fuese una mesa larga. Unas quince sillas de plástico estaban respectivamente acomodadas, el viejo refrigerador repleto de bebida helada y unas deliciosas pizzas a punto de hornearse perfumaban el ambiente de la pequeña cocina.
Todo estaba listo, inclusive se había tomado el trabajo de acondicionar su estudio fotográfico que se encontraba en la planta alta.
Un anfitrión con todas las letras, que esperaba en principio a diez invitados. Aunque con la sensatez  e intuición que lo caracterizaba, los preparativos fueron provistos para unas diez personas más.
Con ansiedad observaba las agujas del reloj que daban las nueve en punto. La incertidumbre recorría cada parte de su cuerpo durante la espera, que se hacía interminable. Sería un acontecimiento de definiciones en la que los fotógrafos decidirían el destino de la muestra.
Los comensales fueron llegando de a uno. Su capacidad intuitiva esta vez había fallado. No eran ni diez, ni veinte; sino setenta profesionales que visitaron su vivienda. Algunos sentados y otros de pie, se amontonaron en el sitio y compartieron el vino que terminó siendo escaso, al igual que las pizzas que desaparecieron en solo algunos minutos.
Una noche extensa, de debates y conclusiones. La cita definitiva que fue el punto de partida de la planificación concreta del proyecto. Aires de cambio se aproximaron desde ese día; un porvenir transformador se acercaba.

Cita abierta con la sociedad
Había transcurrido casi un año de aquella reunión en casa del líder. Un período previo de trabajo arduo en el que el grupo de profesionales comprometidos se encargó de organizar la exposición. Ya no se trataba de planear un encuentro entre colegas sino que esta vez era una cita abierta con la sociedad.
Un proceso en el que debieron seleccionar las fotos, difundir el evento, conseguir el lugar y acondicionarlo.
Finalmente, el gran día llegó. Una jornada soleada y primaveral enmarcaba la inauguración en el pintoresco San Telmo. Era este pequeño barrio de Buenos Aires con su pavimento empedrado y sus caserones coloniales, el escenario donde se encontraba el sitio de la exhibición. Lejos de ser una galería aunque efectuaba la misma función, era un local de la Asociación de Residentes Azuleños que había conseguido Aldo ubicado en la reconocida calle Balcarce.
El objetivo principal de la muestra se hacía presente en cada detalle. Ideada en la concepción de acto colectivo, el mismo trascendía sobre cualquier propósito de carácter individual.
La identificación de los profesionales y la estética de la presentación quedaban en segundo plano. Por ello, las fotografías se colgaron sin el nombre del autor y pegadas en rústicos cartones doblados que simulaban un marco.
Cada una de ellas hablaba por si misma. Describían sujetos y situaciones, enunciaban una postura ante los sucesos; retrataban los sentimientos de los argentinos.
Pero lo hacían de un modo sutil, teniendo en cuenta que la libertad de expresión estaba extremamente limitada. Diversos mecanismos y recursos permitieron que las mismas “hablaran en código” e “hicieran guiños de emisión” desde un ojo crítico, dirigiéndose implícitamente a sus destinatarios y pretendiendo que éstos comprendieran dicha dialéctica visual.
Eduardo utilizó en algunos casos la ironía para criticar la posición de la iglesia y Miguel Ángel  marcó su oposición a los militares ridiculizándolos. Al mismo tiempo, Rafael , Guillermo y el resto de los exponentes hablaron entre líneas sobre el proceso.
De esta forma cada uno de los setenta fotógrafos participantes encontró la forma de “opinar en doble sentido” y de transmitir una visión particular, un fragmento de las circunstancias.
Pero las doscientas imágenes expuestas estaban articuladas y en su conjunto construían un discurso único de denuncia, con la expectativa de dialogar con el pueblo a través de un lenguaje visual que los invitaba a ser cómplices de la resistencia.
Fueron trece días de exposición gratuita que inició el tres de octubre de 1981. Cinco mil personas la presenciaron. El amontonamiento de gente en cada certamen era indescriptible. Yo estuve ahí y pude apreciarlo. La lucha recién comenzaba y se prolongaría por varios años más.

Una utopía real
Observando con atención, había recorrido cada rincón de aquel local de San Telmo. En un abrir y cerrar de ojos, percibí que ya no estaba allí.
Recostada en mi cama, levanté la vista y me encontré instalada en mi habitación. Me sentí descansada en mi confortable almohada. Miré alrededor, estaba todo en su lugar y sobre mi regazo reposaban algunas fotografías.
Fue un instante desconcertante. Cualquiera diría que fue un sueño común y corriente, una alucinación propia del acto de dormir.
Pero no estoy segura que fuese así. Todo había sido tan concreto que me atrevo a decir que no fue una fantasía. Había caminado cada paso con los protagonistas. Había estado en cada encuentro, escuchado cada charla, los había visto sufrir las persecuciones.
Reviví sus vivencias en un viaje al pasado donde reconstruí los sucesos que habían atravesado. Fui turista de la historia, trasladándome en tiempo y espacio a través de aquellos registros fotográficos que convivían conmigo. Todavía no puedo comprender lo que sucedió. Me había marcado tanto aquella experiencia que no podía desprenderme de ella.
Lo cierto es que había vuelto a la cotidianeidad del presente. Me encontraba nuevamente en mi hogar de Rosario y 31 años posteriores me alejaban de aquel episodio.
Días después, por esas casualidades de la vida o quizá por alguna causalidad del destino; caminando por la poblada peatonal Córdoba en plena tarde, la vi a ella. A simple vista era una joven normal. Cabello ondulado y castaño, delgada y de estatura media. Llevaba en sus manos un maletín de cuero. Vestía un pantalón oscuro y  un sobretodo largo, acorde al frío que hacía.
Sus movimientos delataban su naturalidad; y la firmeza en su postura, un estado de plenitud predecible.
La autenticidad intacta en la frescura de su rostro se apreciaba desde lejos, al igual que su andar revolucionario. Pero había algo más, algo especial.
Transitaba detrás de ella y en unos segundos, cuando comenzó a apurar el paso, un pliego de su maletín cayó al piso. Era una fotografía de una mujer. Corrí con la intención de darle su pertenencia y al alcanzarla, se la di en sus manos.
La transparencia de sus ojos me impactó por completo; una mirada que debelaba la convicción de su personalidad y su espíritu luchador. Antes de alejarme, me excedió la curiosidad y le pregunté:
- ¿Cuál es tu nombre y quién es la señora de la foto?
Sonriendo me contestó:
- Mi nombre es Virginia. Soy fotógrafa y la mujer es una madre de plaza de mayo, un retrato que pertenece a uno de mis trabajos.
Quedé sin palabras al oír aquella expresión. Tuve un deyabú que me dejó inmóvil. Comprobé desde entonces que mi sueño extraordinario se había trasladado a la realidad.
Supongo que los “héroes de la cámara” se reencuentran hoy para recordar esos momentos inolvidables, dejando el futuro en manos de una nueva generación que continúe la historia. Y Virginia, sin dudas, es parte de ella.





No hay comentarios:

Publicar un comentario